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El libro de las enfermedades alérgicas

Editores: Dr. José Manuel Zubeldia, Dra. M.ª Luisa Baeza, Dr. Tomás Chivato, Dr. Ignacio Jáuregui y Dr. Carlos J. Senent

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El libro de las enfermedades alérgicas

Editores: Dr. José Manuel Zubeldia, Dra. M.ª Luisa Baeza, Dr. Tomás Chivato, Dr. Ignacio Jáuregui y Dr. Carlos J. Senent

Sección I / Capítulo 2

La historia del desarrollo de los conocimientos en Alergología. Malaria, coronavirus y alergia. Alérgicos ilustres

Resumen

Resumen
  • El vocablo alergia lo acuñó el médico austriaco Clemens Peter Freiherr von Pirquet (1874-1929) en 1906.
  • En 1901, los científicos Charles Robert Richet (1850-1935) y Paul Jules Portier (1866-1962), al buscar un suero para picaduras de medusa descubrieron una grave reacción alérgica, la anafilaxia, que le valió a Richet el Premio Nobel de Medicina en 1913.
  • En 1967 se descubrió una proteína, la IgE, causante de los procesos alérgicos. El hallazgo se debió al matrimonio Ishizaka y a los científicos Wide, Bennich y Johansson, de la Universidad de Uppsala.
  • En 1873 el médico inglés Charles Harrison Blackley (1820-1900) descubrió las pruebas cutáneas.
  • En 1919 el doctor Maximilian Ramírez describió en Nueva York el caso de un paciente que a las dos semanas de recibir una transfusión de sangre sufrió un ataque de asma a los pocos minutos de montar en un coche de caballos. Obtuvo una prueba cutánea positiva con epitelio de caballo. El donante era asmático y alérgico al caballo.
  • En 1933 el químico hispanofrancés Ernest Fourneau (1872-1949), que trabajaba en el Instituto Pasteur, en colaboración con Anne Marie Staub, descubrió los primeros antihistamínicos.
  • En 1897 el dermatólogo judío alemán Heinrich Koebner (1838-1904) publicó dos casos de reacción cutánea por quinina, introduciendo en la literatura médica el término exantema medicamentoso, que todavía empleamos en la actualidad.
  • Carlos Jiménez Díaz (1898-1967), catedrático de Patología y Clínica Médicas, inició la Alergología en España y creó en 1948 la Sociedad Española de Alergia, origen de la actual Sociedad Española de Alergología e Inmunología Clínica (SEAIC).
  • El asma y la alergia influyeron en la obra de escritores como Marcel Proust, José Lezama Lima, Mario Benedetti y músicos como Antonio Vivaldi, Alban Berg y Arnold Schönberg.

Preguntas y respuestas

Resumen

¿Son recientes las enfermedades alérgicas?

Muchos pacientes acuden al alergólogo con la idea preconcebida de que las enfermedades alérgicas no existieron en el pasado, considerándolas propias de sociedades industrializadas, y favorecidas en gran manera, con independencia de la predisposición hereditaria, por factores ambientales como la polución atmosférica y los cambios del estilo de vida. En parte no les falta razón, pero este capítulo hará un sucinto viaje a través de los siglos para mostrar que los médicos de épocas pasadas también las conocieron.

¿Cuándo y por qué se acuñó el término anafilaxia?

Existe un tipo de reacción alérgica grave que puede poner en peligro la vida y que generalmente ocurre tras la administración de un medicamento, la ingestión de un alimento o la picadura de una abeja o de una avispa. Consiste en la aparición de ronchas en la piel (urticaria), hinchazón de esta o de la glotis (que es el espacio situado entre las cuerdas vocales, y cuya inflamación causaría asfixia), asma, vómitos, diarrea, e incluso sensación de mareo por descenso de la tensión arterial (choque anafiláctico). Fue el catedrático francés de la Universidad de La Sorbona, Charles Robert Richet (1850-1935) —que además de interesarse por la medicina lo hizo por la historia, la literatura, la sociología, la parapsicología y la psicología—, quien acuñó en 1902 el término anafilaxia para referirse al peculiar modo de reaccionar de algunos individuos, expresando que «muchos venenos poseen la notable propiedad de aumentar en lugar de disminuir la sensibilidad del organismo frente a su acción». En el verano de 1901, Richet y el zoólogo Paul Jules Portier (1866-1962) fueron invitados a un crucero por el Mediterráneo por el príncipe Alberto I de Mónaco (1848-1922), cuyo interés por la oceanografía le llevó a promover viajes a bordo del yate Princesse Alice II, dotado de laboratorios para investigaciones marinas. El aristócrata era el propietario del Casino de Montecarlo, pero como sentía aversión por los juegos de azar nunca lo frecuentó y prohibió la entrada a sus súbditos; sin embargo, las enormes ganancias le permitieron emprender fabulosas travesías marinas. Como había visto dificultados sus baños por las dolorosas picaduras de las medusas, encargó a Portier y Richet que investigasen al respecto. Las medusas se valen de un veneno que secretan sus tentáculos para lograr paralizar a sus presas antes de ingerirlas. Ambos comprobaron que un extracto acuoso preparado con filamentos de esos animales era muy tóxico para los patos y los conejos, pero precisaban ampliar sus experimentos. De regreso a París no lograron obtener el tipo de medusa que habita en el Mediterráneo, pero se valieron de un organismo similar, la actinia o anémona de mar, cuyos tentáculos también albergan veneno. El objetivo era obtener un suero protector para los bañistas que fuesen picados por aquellos animales marinos. Constataron que la muerte de los perros que habían utilizado no ocurría hasta pasados algunos días tras la inyección de la ponzoña; y además, los que no habían recibido una dosis letal sobrevivían, aunque a partir de entonces eran muy sensibles a pequeñas dosis del veneno y fallecían en minutos. Al recibir Charles Richet en 1913 el Premio Nobel de Medicina, estas fueron sus palabras durante la entrega del galardón: «El descubrimiento de la anafilaxia no es de ninguna manera el resultado de una profunda reflexión sino de una simple observación, casi accidental, por lo tanto no tengo otro mérito que el de no haber rehusado ver los hechos que se mostraban ante mí, completamente evidentes». Richet obtuvo en solitario el Nobel, pero entre él y Portier nunca hubo envidia ni resentimiento.

En el laboratorio del doctor Richet trabajó un español que se llamaba Joaquín León Carballo Sánchez. Había nacido en Don Benito (Badajoz) en 1869, estudió Medicina en Madrid y llegó a París en 1893 con escasos recursos económicos gracias a una beca del Gobierno español. Pronto gozó de la confianza del profesor Richet, se convirtió en un estrecho colaborador y llevó a cabo experimentos sobre temas variados. Reunió los méritos suficientes para ser nombrado en 1904 director del Institut Étienne-Jules Marey, cargo al que renunció por amor tres años después. En aquel ambiente científico había conocido a una joven y rica becaria norteamericana, se casó con ella y tras adquirir un viejo castillo en el valle del Loira, ambos se retiraron a dicha propiedad. Allí el doctor Carballo se dedicó a cuidar de su colección de pinturas españolas, y falleció en 1936. Probablemente, si el destino no hubiera dado un giro tan radical a su vida, su nombre figuraría hoy junto a los de Richet y Portier ligado al descubrimiento de la anafilaxia.

Charles Richet obtuvo el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la anafilaxia.

Charles Richet obtuvo el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la anafilaxia. (Créditos, F. 5)

¿Cuándo y por qué se acuñó el término alergia?

Los médicos griegos ya intuyeron la existencia de un modo especial de respuesta en el organismo de las personas alérgicas, pues idearon el término idiosincrasia, que deriva de idios (propio), sun (son) y krasis (temperamento), para referirse al propio comportamiento en virtud del cual se distingue un individuo de los demás. Pero el creador del vocablo alergia fue el pediatra austriaco Clemens Peter Freiherr von Pirquet von Cesenatico. Nacido en 1874, estudió Medicina en la Universidad de Viena y su interés por la infancia le llevó a fundar en la propiedad familiar que poseía la primera factoría que producía leche pasteurizada. En 1906, al introducir el concepto de alergia, justificaba así su aportación:

«Necesitamos un nuevo término más general para describir el cambio experimentado por un organismo tras su contacto con un veneno orgánico, bien sea vivo o inanimado. Para expresar este concepto general de un cambio en el modo de reaccionar, yo sugiero el término alergia. En griego allos significa ‘otro’, y ergon ‘una desviación del estado original’».

La muerte de Von Pirquet y su esposa es un enigma: el 28 de febrero de 1929 fueron hallados sin vida, tras ingerir cianuro. Este médico se casó en 1904 con una mujer de Hannover, con la que pronto surgieron tensiones conyugales tras ser sometida a una intervención quirúrgica ginecológica que impidió al matrimonio tener descendencia. Posteriormente desarrolló una vejez prematura y una notoria obesidad, pues pasaba la mayor parte del tiempo en la cama. De carácter neurótico, iba a precisar en el futuro el ingreso en un sanatorio privado cerca de Viena, para tratar su adicción a los somníferos.

¿Cuándo y por qué se acuñó el término atopia?

En 1923 fue el médico neoyorquino Arthur Fernández Coca (1875-1959) quien, asesorado por un profesor de griego, acuñó el término atopia (atopos significa ‘inhabitual’ o ‘raro’), para referirse a los padecimientos de algunos sujetos que sufrían rinitis, asma o urticaria y en los que existía un condicionante hereditario. Aún se sigue empleando la denominación de dermatitis atópica para designar un tipo de eccema que aparece en la piel de ciertos individuos que, en su mayoría, muestran una especial propensión a padecer procesos alérgicos como la rinitis o el asma. Pero no fue posible conocer el mecanismo íntimo de las reacciones alérgicas hasta que se descubrió una proteína llamada IgE, que suele ser la causa de la mayoría de ellas. Tuvo lugar en 1967, gracias a dos grupos de investigadores que trabajaban por separado, uno en Baltimore (el matrimonio nipón Ishizaka) y otro integrado por tres científicos suecos de la Universidad de Uppsala (los doctores Wide, Bennich y Johansson).

¿Cuáles fueron a lo largo de la historia las primeras evidencias de que algunas personas padecían rinitis alérgica en primavera?

El médico árabe de origen persa Rhazes (865-932), que ejerció en el primer cuarto del siglo X y está considerado como el más eminente galeno musulmán medieval —destacó también como filósofo, cantante y por su dominio de la cítara—, tituló una de sus publicaciones Una disertación sobre la causa de la coriza que ocurre en la primavera, cuando las rosas liberan su perfume. Es probablemente la primera descripción en la historia de la Medicina de la rinitis alérgica estacional por el polen, pero aunque el olor de un perfume puede causar irritación en las fosas nasales no es responsable de otros síntomas típicos de la exposición a ese elemento vegetal, que sirve para que determinadas plantas se reproduzcan, como sucede con el picor de los ojos y de la nariz. Según el Diccionario de la Real Academia Española, coriza es sinónimo de romadizo, que a su vez significa ‘inflamación de la mucosa que tapiza las fosas nasales, causando el catarro’, es decir, el «flujo o destilación procedente de las membranas mucosas». Para los antiguos médicos griegos, el vocablo katarrhein era sinónimo de correr a través de; kata significa en griego ‘para abajo’ y por rheo se entiende el hecho de fluir.

Otro célebre filósofo y médico árabe, Avicena (980-1037), logró producir un líquido que llamó agua de rosas y que adquirió pronto gran fama; se dice que cuando el sultán Saladino entró en Jerusalén el año 1187 lavó con él la totalidad de la Mezquita de Omar. Tras las Cruzadas se puso de moda el uso de perfumes, pues los caballeros que participaron en ellas se los traían desde Oriente a sus damas. Más adelante, en 1556, el médico luso João Rodrigues (1511-1568), conocido como Amato Lusitano, atribuyó de nuevo la presencia de estornudos en algunos individuos al perfume que emanaba de las rosas. Asimismo, fue en 1565 cuando el cirujano y anatomista italiano de origen francés Leonardo Botallus (1519-1587) afirmó que conocía el caso de un paciente que al oler rosas sentía dolor de cabeza y estornudos, por lo que designó la afección como fiebre de la rosa. Experiencias similares fueron recopiladas por otros autores, y en 1673 el médico suizo Johann Nikolaus Binninger (1628-1692) exponía el caso de la esposa de un eminente personaje que padecía catarros solo en la época en que florecían las rosas. Las rosas, al igual que otras plantas ornamentales, se valen de insectos como las abejas para llevar a cabo su polinización (que se llama entomófila), pero son las especies vegetales que se sirven del aire para la dispersión de su polen (anemófilas) las causantes de alergia primaveral. De ahí la gran intuición de un médico suizo natural de Ginebra, el doctor Jean Jacob Constant de Rebecque (1645-1732), alérgico al polen desde su adolescencia, que afirmaba en 1691: «Creo más bien que las rosas emiten algo que irrita mi nariz sensible y, como por la acción incesante pero no advertida de aguijones, provoca una secreción del color del agua». Y en 1693 Herlinus hablaba de un cardenal romano tan sensible al olor de las rosas que mantenía cerradas a cal y canto las puertas de su palacio.

¿Quién acuñó el término fiebre del heno para denominar la alergia al polen?

En 1819 John Bostock (1773-1846), médico homeópata y catedrático de las Universidades de Liverpool y Londres, comunicó a otros colegas las manifestaciones alérgicas que padecía desde su infancia en una reunión de la Sociedad Médico-Quirúrgica de Londres, en los siguientes términos:

«Los siguientes síntomas aparecen cada año a mediados de junio, con un mayor o menor grado de violencia. Se nota una sensación de calor y plenitud en los ojos, primero a lo largo de los bordes de los párpados, y especialmente en los ángulos internos, pero después de algún tiempo compromete a todo el globo ocular. Al comienzo la apariencia externa del ojo se ve poco afectada, salvo por la existencia de ligero enrojecimiento y lagrimeo. Este estado se incrementa gradualmente, hasta que la sensación se transforma en un picor y escozor más agudos, mostrándose aquéllos muy inflamados y descargando un fluido mucoso copioso y espeso. Esta afección ocular tiene sus paroxismos, que se suceden a intervalos irregulares, desde la segunda semana de junio hasta mediados de julio. Después de que los síntomas oculares se han ido aminorando, aparece una sensación general de plenitud en la cara y particularmente sobre la frente; dichas manifestaciones se siguen de una irritación de la nariz, produciendo estornudos, que ocurren en forma de salvas de una extrema violencia, sucediéndose con intervalos inciertos. A los estornudos se suma una sensación de opresión torácica y dificultad para respirar. Surge una necesidad de buscar aire en la habitación para poder respirar mejor, volviéndose la voz ronca y existiendo una incapacidad para hablar de forma prolongada sin tener que pararse...».

Además, en 1828, Bostock publicó un trabajo con observaciones de 18 casos similares al suyo, y empleó por vez primera el término fiebre del heno, pero rechazó su idea inicial de que hubiera relación con el heno o pasto seco, por considerarla errónea. Hoy sabemos que el polen causa la rinoconjuntivitis alérgica primaveral, y que tal afección no provoca fiebre, pero el término ha hecho fortuna y continúa usándose entre algunos médicos y pacientes. A partir de las observaciones de Bostock surgió el interés de otros galenos por dicha enfermedad, que en su época era una rareza, pero alcanza hoy una frecuencia notable.

El Dr. John Bostock (1773-1846) empleó por primera vez el término fiebre del heno en un trabajo publicado en 1828 con observaciones de 18 casos de rinoconjuntivitis alérgica primaveral.

El Dr. John Bostock (1773-1846) empleó por primera vez el término fiebre del heno en un trabajo publicado en 1828 con observaciones de 18 casos de rinoconjuntivitis alérgica primaveral. (Créditos, F. 6)

¿Quién descubrió las pruebas cutáneas y efectuó investigaciones pioneras sobre la causa de la alergia al polen?

El doctor Charles Harrison Blackley, nacido en 1820, practicó la homeopatía en Manchester, tras ser tratado con éxito de su alergia al polen por un homeópata, que le inculcó el interés por ella. La homeopatía se basa en las investigaciones del galeno alemán Samuel Hahnemann (1755-1843), y consiste en prescribir dosis infinitesimales de medicamentos. Al tratarse de un método terapéutico innovador era rechazado por la mayoría de los médicos, y al mostrarse Blackley preocupado por su reputación, y temiendo que algunos de sus coetáneos le considerasen un charlatán, fue a la Universidad de Bruselas para completar su formación. Un día de 1873, uno de sus hijos colocó en una habitación de la casa un florero con un ramo de grama; al añadirle Blackley un poco de agua advirtió que se desprendían pequeñas cantidades de polen cerca de su cara, y que comenzaba de inmediato a parpadear y estornudar. Entonces decidió experimentar y tras arañarse la piel la frotó con una gramínea humedecida, observando que en unos minutos aparecía un enrojecimiento y se formaba una pequeña elevación o habón. Había descubierto las pruebas cutáneas, que con ciertas modificaciones son todavía la principal herramienta para el diagnóstico en Alergología. Además Blackley construyó un dispositivo con un mecanismo de relojería, que le permitía exponer unas superficies adherentes durante un tiempo dado en la atmósfera. Era el primer colector de pólenes de la historia, que consistía en un barrilete a modo de cometa, al que incorporó en su zona central un portaobjetos untado con vaselina; logró elevar su ingenio a más de 500 m de altura y cada 24 horas desmontaba el portaobjetos y lo observaba al microscopio, para identificar y contar los pólenes. Se apercibió de la influencia del viento, el calor y la humedad sobre la distribución de aquéllos. Comprobó que en Manchester, en los meses de junio y julio, la época en que él y sus pacientes presentaban síntomas, había altas concentraciones atmosféricas de pólenes de gramíneas, y obtuvo mayores recuentos en jornadas en las que lucía el sol y además había viento, que dispersaba los granos de polen. Para protegerse de los efectos nocivos del polen Blackley fabricó un filtro de aire con capas de muselina, y usó unas almohadillas nasales, a modo de calzas, elaboradas con gasa.

¿Cómo se descubrió que el asma podía tener un origen alérgico?

Una de las descripciones más antiguas del asma bronquial, afección caracterizada por dificultad respiratoria y silbidos debido al estrechamiento de los bronquios, se la debemos al médico romano Areteo de Capadocia, cuya vida se cree que transcurrió entre el último cuarto del siglo I d. C. y la primera mitad del II. Afirmaba al respecto: «Si corriendo, al hacer gimnasia o cualquier otro trabajo, la respiración se vuelve dificultosa, a eso se le llama asma».

Gerolamo Cardano fue un matemático, médico y filósofo italiano, nacido en 1501 en Pavía, y que falleció en Roma el año 1576. Intuyó que el asma podría tener un origen alérgico cuando, en 1552, John Hamilton, arzobispo escocés de St. Andrews (Edimburgo), le hizo llamar pues creía padecer una tuberculosis pulmonar. El paciente experimentó un notable alivio al seguir las recomendaciones del galeno y retirar de su lecho el colchón y la almohada de plumas, que sustituyó por otros de seda tejida.

Johann Baptista van Helmont (1577-1644), médico y químico de origen belga, describió un tipo de respiración dificultosa que le asaltaba con frecuencia, desencadenándose los accesos tras la exposición al polvo doméstico. Constató la influencia del clima sobre su enfermedad, ya que presentaba episodios de asma en Bruselas y estaba asintomático en Oxford.

El médico inglés Henry Hyde Salter (1823-1871), que padeció asma desde su infancia y publicó en 1860 un tratado muy completo titulado On Asthma, its Pathology and Treatment, apuntó la posibilidad de que algunos alimentos pudieran ser la causa de los ataques en individuos susceptibles. También se refirió a otros factores exógenos como las plumas de las aves, y observó la aparición en su propia piel de una reacción urticarial tras la fricción con pelo de gato, si el animal le producía algún rasguño. Recomendaba para su tratamiento café bien cargado y el humo que se desprendía al quemar estramonio, procedente de los llamados cigarrillos antiasmáticos. El francés Armand Trousseau (1801-1867), profesor de la Facultad de Medicina de París y que padecía asma en presencia de algunas flores como las violetas, también prescribía dichos cigarrillos.

¿También existió en el pasado la alergia a los alimentos?

Aunque actualmente es cada vez mayor el número de personas afectadas por este problema, este tipo de reacción alérgica ha acompañado al hombre desde épocas remotas. El médico y naturalista griego del siglo I d. C. Pedáneo Dioscórides y el escritor latino Cayo Plinio Segundo, el Viejo (23-79 d. C.) describieron la acción dañina de los plátanos para la salud de algunas personas, atribuyéndola erróneamente a los pelos que crecen en sus hojas. También Hipócrates se refirió así al queso: «Algunos lo pueden comer hasta la saciedad sin que les ocasione ningún mal, pero otros no lo soportan bien».

Tito Caro Lucrecio, poeta latino (siglo I a. C.), en su poema De Rerum Natura (De la naturaleza de las cosas), dado a conocer después de su muerte por su amigo Cicerón, escribió: «Lo que es alimento para algunos, puede ser para otros un veneno violento».

En 1480, antes de que tuviera lugar la coronación del rey Ricardo II de Inglaterra, los lores querían agradar al monarca sirviéndole una abundante taza de fresas, que comió en su presencia. Horas más tarde convocó al Consejo de Estado, se abrió la camisa y mostró el tórax, que estaba cubierto de zonas enrojecidas que le causaban una gran desazón. Trató de hacer ver a los presentes que era un intento de envenenamiento por parte de uno de sus colaboradores, que fue condenado a muerte.

En 1689 un médico de Kiel, Johann Christian Bautzmann, describió que:

«Muchos comen con avidez marisco sin sufrir daño alguno. He visto, sin embargo, algunas mujeres, muchachas jóvenes y niños, los cuales, cada vez que comen marisco, se sienten mal; experimentan dolores en el corazón; su sudor es frío; tienen tendencia a desmayarse y se quejan de hinchazón en el vientre, la cara y las extremidades, lo que hace temer por su vida». A su vez, Conrad Heinrich Fuchs (1803-1855), en 1841, llamó la atención sobre el papel que ciertos alimentos podían desempeñar en el desencadenamiento de ronchas en la piel, expresándose así: «Hay, empero, individuos que presentan esta forma de urticaria cuando comen ciertos manjares, como fresas, frambuesas, miel, almendras dulces, totalmente inocuos para la otra gente...».

¿Puede ser la alergia una enfermedad transmisible?

En 1919 el doctor Maximilian Ramírez publicó el caso de un paciente de 35 años que a las 2 semanas de recibir una transfusión de sangre por padecer una anemia, sufrió un ataque de asma a los pocos minutos de montar en un coche de caballos en el Central Park de Nueva York. El doctor Ramírez le efectuó pruebas cutáneas con diversos alimentos, pólenes y otros alérgenos, pero únicamente obtuvo una reacción positiva con epitelio de caballo. El donante de la sangre era un asmático con alergia al caballo. Tres años después, en 1922, Frugani notificó el caso de una niña de 12 años que había recibido una transfusión sanguínea de un donante alérgico al conejo, y tras jugar con uno de estos animales desarrolló una rinoconjuntivitis alérgica, urticaria y tos. También en 1922 los médicos alemanes Otto Karl Prausnitz (1876-1963) y su ayudante Heinz Küstner (1867-1963), que trabajaban en el Instituto de Higiene de la ciudad polaca de Wroclaw (Breslavia), publicaron un gran descubrimiento en Alergología. Küstner era alérgico al pescado y Prausnitz lo era al polen, pero este último toleraba el pescado. Küstner inyectó en la piel de su colega su propio suero (componente líquido de la sangre) y al día siguiente le aplicó un extracto de pescado cerca de los puntos de inyección del suero. Sucedió que únicamente en las áreas donde se había administrado el suero de Küstner se produjo una reacción cutánea en forma de una roncha con enrojecimiento de la piel. Ambos habían descubierto la transferencia cutánea pasiva de la alergia, denominándose en su honor a dicha prueba test de P-K.

¿Desde cuándo se conoce la urticaria?

El picor o prurito es el síntoma capital de afecciones alérgicas de la piel como el eccema o la urticaria. Esta última consiste en la erupción de lesiones sobreelevadas y enrojecidas de contornos geográficos, denominadas ronchas o habones. Hipócrates de Cos, padre de la medicina, que vivió durante los años 460-377 a. C., describió lesiones urticantes que sobresalían en la piel y que estaban producidas por ortigas y mosquitos, a las que llamó cnidosis, utilizando la raíz griega cnido que se refería a las ortigas (Urtica urens L.). Con posterioridad, el erudito romano de la primera mitad del siglo I d. C. Aulus Cornelius Celsus (53 a. C.-7 d. C.), que probablemente no era médico, compendió los conocimientos de su época en una magna obra que tituló Artes o Celesti, que abarcaba todas las ramas del saber. Este rico patricio, contemporáneo del emperador Tiberio, comparó una erupción cutánea que cursaba con picor y sensación de ardor con las lesiones originadas tras el contacto accidental de la piel con ortigas. Estas plantas, cuyas hojas están recubiertas de pelos, son capaces de generar la aparición de ronchas al contacto con la piel, idénticas a las de los sujetos con urticaria.

En numerosas ocasiones en la historia de la medicina ha sucedido que los conocimientos sobre una determinada enfermedad han progresado gracias al interés de médicos que la padecieron. Es lo que sucedió, en el caso de la urticaria, con el inglés Thomas Masterman Winterbottom (1766-1859), que desarrollaba ronchas e hinchazón en su piel al comer almendras dulces; se lo notificó por escrito a su amigo el doctor Robert Willan (1757-1812), que trabajaba en el dispensario público de un barrio londinense atendiendo a enfermos de baja extracción social. Willan mostró un gran interés por el mal que afligía a su colega y por otras afecciones cutáneas. Lamentablemente no logró culminar su ingente labor, pues la muerte le sobrevino de forma inesperada a los 55 años. Sin embargo, fue Thomas Bateman, uno de sus discípulos, quien se encargó de dar a conocer la obra del maestro en el libro Sinopsis práctica de las enfermedades cutáneas, publicado en 1813, en el que describió los diferentes procesos patológicos de la piel, entre ellos varios casos de urticaria y edema angioneurótico (un tipo de hinchazón cutánea que hoy día se conoce como angioedema).

¿Cómo se descubrieron los antihistamínicos?

Los antihistamínicos son los fármacos más empleados por los médicos, junto con los corticoides, para tratar las enfermedades alérgicas. Fue sir Henry Hallett Dale (1875-1968), un farmacólogo inglés interesado en investigar sustancias del cornezuelo (un hongo que parasita el centeno), en colaboración con sir Patrick Playfair Laidlaw (1881-1940), quien comprobó que la histamina era responsable de la mayoría de las reacciones alérgicas y del enrojecimiento e hinchazón de la piel, en animales de experimentación. Corría el año 1910 y habría que esperar hasta 1933 para que el químico hispanofrancés Ernest Fourneau (1872-1949), que trabajaba en el Instituto Pasteur en colaboración con Anne Marie Staub, descubriera una serie de sustancias capaces de antagonizar los efectos nocivos de la histamina: eran los primeros antihistamínicos. En el año 1944, Daniel Bovet (1907-1992) obtuvo el Neoantergan© (maleato de pirilamina), que fue el primer antihistamínico empleado en humanos. En 1947 los doctores Gay y Carliner, del Hospital Johns Hopkins de Baltimore, usaron dimenhidrinato para tratar a una paciente con urticaria. Dicho antihistamínico curiosamente también alivió los mareos que aquella sufría al viajar en coche o en tranvía, con independencia de su acción antihistamínica. Así, el 26 de noviembre de 1948 se llevó a cabo la denominada operación mareo en el navío General Ballou, un barco que zarpó de Nueva York con rumbo a Bremerhaven y 1.300 soldados a bordo. Se ensayó el dimenhidrinato durante una gran tempestad, y se demostró su eficacia frente a las cápsulas de placebo. A partir de entonces pasó a formar parte de la terapéutica destinada a combatir el llamado mal de mar, el mareo y el vértigo. Resulta llamativo cómo los viajes han favorecido el avance de la medicina. En 1961, el resfriado de los tripulantes de la nave espacial Apolo VII complicó el vuelo, y puso en peligro la misión. Se invirtieron grandes esfuerzos en obtener un fármaco eficaz, capaz de aliviar con rapidez los síntomas nasales de los astronautas, y se descubrió el clorhidrato de oximetazolina, que es un vasoconstrictor y se usa en forma de spray nasal.

¿Quién fue el iniciador de la Alergología en España?

Sus comienzos se deben a un gran internista, el doctor Carlos Jiménez Díaz, nacido en 1898 en Madrid, en el seno de una familia muy modesta, que con gran esfuerzo costeó sus estudios en la antigua Facultad de Medicina de San Carlos, de la madrileña calle de Atocha. Se doctoró con Premio Extraordinario, amplió estudios en Alemania y a su regreso, con 24 años, ganó por oposición la Cátedra de Patología Médica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Sevilla. Durante su estancia en la capital hispalense, con algunos colaboradores como el profesor José Cruz Auñón, comenzó a efectuar la recogida de plantas para examinar el polen al microscopio y la elaboración de extractos, para el diagnóstico y el tratamiento de la rinitis y el asma. En 1926 Jiménez Díaz ganó la Cátedra de Patología y Clínica Médicas en la Facultad de Medicina de Madrid, y regresó a la capital de España. A partir de 1928, con algunos colaboradores como Sánchez-Cuenca y Puig Leal, realizó diversas publicaciones sobre alergia y asma, con aportaciones muy novedosas.

En el Libro de Actas de la Sociedad Española de Alergia, puede leerse:

«En Madrid, a las 16 horas del 20 de noviembre de 1948, reunidos el Dr. Carlos Jiménez Díaz, el Dr. Carlos Lahoz Marqués y el Dr. Javier Farrerons Co, acuerdan por unanimidad constituir la Sociedad Española de Alergia con arreglo a los estatutos aprobados. Y no habiendo más asuntos que tratar, media hora más tarde se levanta la sesión».

En el XI Congreso Nacional de Alergia, celebrado en Las Palmas de Gran Canaria en 1978, se cambió la denominación inicial de Sociedad Española de Alergia, añadiéndose las palabras Inmunología Clínica. Más tarde se decidió que el nombre fuese el actual, Sociedad Española de Alergología e Inmunología Clínica (SEAIC). En 2018, al cumplirse los 70 años de historia de la SEAIC y los 40 del reconocimiento de la Alergología como especialidad en España, la SEAIC realizó un extenso vídeo al que puede acceder a través del siguiente enlace: https://seaicdocumental.wixsite.com/seaicdocumental.

Con posterioridad Jiménez Díaz creó en la Clínica de la Concepción un Servicio de Alergia y Terapéutica Respiratoria, donde se han formado numerosos alergólogos. Este gran médico murió de un infarto agudo de miocardio, mientras trabajaba en la Fundación que lleva su nombre, el 28 de mayo de 1967.

Don Carlos Jiménez Díaz y su esposa, Concepción de Rábago, el 1 de junio de 1955, cuando se inauguró la Clínica de la Concepción (llamada así en su honor), actual Fundación Jiménez Díaz.

Don Carlos Jiménez Díaz y su esposa, Concepción de Rábago, el 1 de junio de 1955, cuando se inauguró la Clínica de la Concepción (llamada así en su honor), actual Fundación Jiménez Díaz. (Créditos, F. 7)

Malaria, coronavirus y reacciones alérgicas

Los indígenas del Perú usaban extractos de la corteza del árbol de la quina o cinchona (Cinchona officinalis) para combatir la fiebre. En 1633 se introdujo como hierba medicinal en Europa y se empezó a utilizar contra la malaria (o paludismo), una enfermedad potencialmente mortal causada por parásitos del género Plasmodium que se transmiten al ser humano por la picadura de mosquitos hembra infectados del género Anopheles. En 1820 dos franceses, el naturalista y químico Pierre Joseph Pelletier y el químico y farmacéutico Joseph Bienaime Caventou, extrajeron por primera vez quinina del árbol de la quina. En el siglo XIX los ingleses colonizaron la India y entre las nuevas enfermedades que afectaron a los colonos y los soldados, estaba la malaria. En 1780 Johan Jacobs Schweppes, cuyo apellido ha dado nombre a una célebre marca de bebidas refrescantes, desarrolló en Ginebra un método para carbonatar el agua y creó la tónica. Para prevenir la malaria las autoridades sanitarias promovieron su consumo al contener quinina, pero en 1853 los investigadores franceses Rilliet, Barthez y Briquet, describieron casos de erupción cutánea, que no relacionaron con el fármaco sino con el padecimiento concomitante de fiebre tifoidea. Sin embargo, en 1869 Edward Garranay observó la aparición de un exantema (erupción cutánea aguda) que atribuyó al fármaco, porque cuando el paciente bebió agua tónica desarrolló la misma reacción. En 1897 el dermatólogo judío alemán Heinrich Koebner (1838-1904) publicó 2 casos de reacción cutánea por quinina, introduciendo en la literatura médica el término exantema medicamentoso, que todavía empleamos los médicos en la actualidad.

En 1934 los laboratorios Bayer de Elberfeld (Alemania) sintetizaron otro fármaco antimalárico, la cloroquina. Inicialmente se consideró que era demasiado tóxica para su uso en humanos, pero durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de los EE.UU. patrocinó una serie de ensayos clínicos que demostraron su valor terapéutico y en 1947 se autorizó su uso en pacientes con paludismo.

En 1894 Payne empleó con éxito quinina para tratar a un paciente con lupus cutáneo y más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, se observó que los soldados destinados en el Pacífico que padecían una forma más generalizada de lupus (eritematoso sistémico) o los afectados por artritis reumatoide, experimentaban una gran mejoría si tomaban antipalúdicos para tratar o prevenir la malaria. Años más tarde se comprobó que los antimaláricos (o antipalúdicos) poseen acciones antiinflamatorias y moduladoras del sistema inmunitario.

Se pensó inicialmente que la cloroquina podría ser efectiva, en base a estudios in vitro, para limitar la replicación del SARS-CoV-2 o Covid-19, el virus causante de la actual pandemia que asola al planeta y que se detectó por primera vez en diciembre de 2019 en la ciudad china de Wuhan, en la provincia de Hubei. Hay publicaciones que avalan la capacidad de un derivado de dicho fármaco, la hidroxicloroquina, para inhibir la penetración y la replicación de distintos tipos de virus en las células. Por ello se pensó en la importancia de esta última para frenar la llamada tormenta de citocinas, un grupo de proteínas producidas por diversos tipos de células que regulan las respuestas inmunitaria e inflamatoria en el organismo humano, y que se liberan de forma masiva en algunos pacientes infectados por Covid-19, con lo que se agrava su estado. Pero también se ha descrito en pacientes con infección por Covid-19 tratados con hidroxicloroquina la aparición de reacciones alérgicas cutáneas, algunas leves, como el picor y otras más severas, así como otro tipo de efectos adversos, potencialmente graves, por lo que actualmente su empleo ha quedado en entredicho.

¿Cómo influyó el padecimiento de afecciones alérgicas en la obra de algunos personajes famosos?

Es atractivo repasar las biografías de quienes haciendo de la necesidad virtud lograron convivir con sus molestos procesos alérgicos, y además descollaron e incluso rozaron la genialidad en la literatura y en la música. En algunos casos fueron el detonante para estimular su talento creador, pero fueron considerados unos excéntricos al verse obligados a modificar sus hábitos de vida, como le ocurrió al célebre novelista Marcel Proust. Nació en París el 10 de julio de 1871 y sufrió la primera crisis asmática, que fue muy grave, a los 9 años durante un paseo primaveral con su familia por un bosque. A partir de entonces cada año se repitieron en primavera los síntomas nasooculares de su alergia al polen; pero las crisis asmáticas surgían en cualquier época, y eran cada vez más graves y frecuentes. No pudo asistir a la escuela durante meses, y se veía imposibilitado para gozar de la naturaleza, que le encantaba. Aunque el pequeño Marcel, gracias a su padre el doctor Adrien Proust, que era profesor de la Facultad de Medicina de la parisina Universidad de la Sorbona y un médico eminente, al que debemos la expresión cordón sanitario para designar la barrera que impide la propagación de epidemias, pues era inspector de la sanidad pública, tenía acceso a los mejores especialistas, poco se pudo hacer. Los médicos le prescribieron a Marcel en su juventud cigarrillos antiasmáticos y otros remedios poco eficaces. Más tarde, gracias al descubrimiento de la adrenalina, que sucedió de forma independiente en 1900 por el químico japonés Jokichi Takamine y su ayudante Keizo Uenaka, pudo Marcel Proust recibir inyecciones de dicho medicamento para dilatar sus bronquios.

En un momento dado, el escritor abandonó la casa familiar, se trasladó a un apartamento y contrató los servicios de un ama de llaves; rara vez se levantaba de la cama y apenas salía. Prohibió cocinar en la vivienda por miedo a que los olores y los vapores pudieran desencadenarle ataques de asma. Puesto que dormía durante el día, para evitar la exposición ambiental al polen, forró las paredes de su habitación con corcho, para aislarse de los ruidos del vecindario, mientras las ventanas estaban cubiertas por pesadas cortinas y nunca se abrían. Es fácil deducir que dicho dormitorio debía de ser un buen albergue para los ácaros que anidan en el polvo doméstico, aunque en esa época se desconocía su existencia. Por ello, Proust seguía desesperado con sus crisis asmáticas; pasó a consumir por prescripción facultativa pequeñas cantidades de morfina y heroína, así como grandes cantidades de cerveza fría. El confinamiento forzoso en su dormitorio, una palabra tan presente en nuestros días por la pandemia del coronavirus, hizo que dedicase todas sus energías a escribir. Fruto de su fecunda labor es el célebre conjunto de siete voluminosos volúmenes titulado En busca del tiempo perdido, donde alude con frecuencia a la terminología médica y retrata a dos galenos ilustres de la época, Dieulafoy y Potain. Según el doctor Rof Carballo: « Pudiera juzgarse que las abundantes sátiras de Proust acerca de los médicos y la medicina rezuman hostilidad inconsciente hacia la figura paterna ». A este último, el doctor Adrien Proust le menciona el colombiano Gabriel García Márquez en su famosa novela El amor en los tiempos del cólera: « como el mejor epidemiólogo de su tiempo ». El sufrimiento tan intenso que le causaba el asma a Marcel Proust, lo plasma el escritor en una carta que dirige a su madre el 31 de agosto de 1901: « El ruido de mis estertores cubre el de mi pluma, estoy en una nube de humo en el que, se lo juro, usted se negaría a entrar, en el que no dejaría de llorar y toser».

El escritor cubano José Lezama Lima nació en 1910 en un campamento militar próximo a La Habana, donde su padre era coronel de Artillería. A los 7 meses tuvo la primera crisis de asma, y las manifestaciones se recrudecieron en años venideros. Al comienzo de su obra más conocida, Paradiso, describe de forma autobiográfica sus padecimientos:

«La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de violenta coloración, y el pecho que se abultaba y se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir y vio los muslos, los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender aún las manos notó las piernas frías y temblorosas. En ese momento, las doce de la noche, se apagaron las luces de las casas del campamento militar y se encendieron las de las postas fijas y las linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía de los charcos ahuyentando a los escarabajos».

Como consecuencia de uno de los habituales traslados familiares a Florida, el padre de Lezama Lima contrajo una neumonía y murió con 33 años, cuando nuestro protagonista tenía solo 9. Hasta ese momento, el escritor había exhibido ante su progenitor un cuerpo «flacucho, con el costillar visible, jadeando cuando la brisa arreciaba, hasta hacerlo temblar con disimulo, pues miraba a su padre con astucia, para fingirle la normalidad de su respiración». Se trasladó entonces la familia a casa de la abuela materna, donde creció el literato rodeado de mujeres oyendo historias muy diversas, que en el futuro usaría como germen para sus libros. Intentaba aliviar sus continuos ataques de asma con unos polvos franceses «que venían en una caja de madera». Y al estar en reposo para no fatigarse, leía con profusión. Andando el tiempo, su obra alcanzaría el reconocimiento internacional. El día 9 de agosto de 1976 falleció de una insuficiencia cardiorrespiratoria.

El escritor uruguayo Mario Benedetti (1920-2009) padeció asma desde muy pequeño. De formación autodidacta, en 1973 renunció al cargo de director del Departamento de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Humanidades y Ciencias de Montevideo, y emprendió un largo exilio lastrado por la amenaza de muerte de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en Buenos Aires y la persecución de que fue objeto en Perú, y por ello buscó asilo en Cuba. A partir de 1985 comenzó a residir la mitad del año en Madrid; y reconocía la necesidad de visitar esta ciudad porque «mi asma así me lo aconseja». Es fácil inferir que la humedad de Montevideo y de Cuba, al favorecer el crecimiento de los ácaros, podría ser uno de los factores causales de su afección respiratoria. En su cuento titulado El fin de la disnea, alude a su enfermedad:

El médico de familia se obstinó en diagnosticar fenómenos asmatiformes. Fue un largo calvario de médico en médico. Siempre la misma respuesta: «No se preocupe, amigo. Usted no es asmático. Apenas son fenómenos asmatiformes». Hasta que un día llegó a Montevideo un doctor suizo especialista en asma y alergia, que abrió consulta en la calle Canelones. Hablaba tan mal el español que no halló la palabra asmatiforme, y me dijo que, efectivamente, yo padecía asma. Casi lo abrazo. La noticia fue la mejor compensación a los cien pesos que me salió la consulta. Solo así ingresé en la masonería del fuelle. Los mismos veteranos disneicos que antes me habían mirado con patente menosprecio, se acercaban ahora sonriendo, me abrazaban (discretamente, claro, para no obstruirnos mutuamente los bronquios)…

Hay otros escritores famosos que también han padecido asma, como Charles Dickens (1812-1870), Edith Wharton (1862-1937), Heinrich Federer (1866-1928), Elisabeth Bishop (1911-1979) y Dylan Thomas (1914-1953).

Entre los músicos también hay célebres asmáticos, como Antonio Vivaldi, nacido en Venecia el año 1678, que sintió desde muy joven la vocación musical. Su padre, Giambattista Vivaldi, fue un famoso violinista que además era peluquero y fabricante de pelucas. El hijo se ordenó sacerdote y se le apodó el cura rojo por el color de su cabello. Sin embargo, por la gravedad del asma que sufría pronto fue relevado de sus obligaciones eclesiásticas, para ser nombrado profesor de violín en un orfanato para niñas dependiente de la iglesia. En las cláusulas del contrato que hubo de firmar Vivaldi se especificaba la necesidad de componer dos conciertos mensuales, para ser interpretados por una pequeña orquesta que mantenía la institución. De otro modo resulta dudoso que hubiera podido componer 23 conciertos para oboe y otros 39 para fagot, amén de numerosas piezas. Vivaldi viajó mucho por Europa, y probablemente esos desplazamientos le sirvieron como alivio de sus crisis, pues algunos asmáticos mejoran al cambiar de aires. Según le confió el músico al aristócrata Bentivoglio:

«No he dicho misa por espacio de 25 años y no tengo intención de volver a hacerlo, no por causa de prohibición u orden alguna, sino por mi propia voluntad, a causa de una enfermedad que he sufrido desde mi infancia y que todavía me atormenta. Después de haber sido ordenado sacerdote, dije misa durante casi un año, pero posteriormente decidí no volver a decirla por haber tenido en tres ocasiones que abandonar el altar antes de concluir el sacrificio a causa de mi enfermedad. Por esta razón vivo casi siempre en interiores y nunca salgo si no es en góndola o carruaje, ya que no puedo caminar sin sentir dolor y opresión en el pecho. Ningún caballero me ha invitado a ir a su casa, ni siquiera nuestro príncipe, porque todos conocen mi debilidad. Puedo salir a pasear después de la cena, pero nunca voy a pie. Esta es la causa de que nunca diga misa…».

Las cuatro estaciones es el prototipo del concierto vivaldiano, que corresponde a «La primavera» (n.º 1 en mi mayor), «El verano» (n.º 2 en sol menor), «El otoño» (n.º 3 en fa mayor) y «El invierno» (n.º 4 en fa menor), respectivamente. Retirado en Viena, ciudad a la que se marchó en 1740 sin que se sepan los motivos, Vivaldi falleció en julio de 1741 tras su internamiento en un hospital público, probablemente a consecuencia de una nueva crisis asmática. En esa misma ciudad vino al mundo en 1885 otro célebre músico, también asmático, Alban Berg. La muerte de su padre, cuando tenía 15 años, sumió a la familia en una difícil situación económica y puso en peligro la continuidad de la educación musical del precoz compositor; pero una hermana de su madre se hizo cargo de sus clases de música. Con 19 años, conoció al compositor Arnold Schönberg (1874-1951), que también padecía asma, e influyó notablemente en su trayectoria. En 1911 Alban Berg se casó con la hija de un alto cargo del ejército austriaco y en su compañía efectuó frecuentes desplazamientos a los Alpes, buscando en aquel clima la mejoría del asma. En una carta que Alban dirigió a la que más adelante sería su esposa en el transcurso de una visita que en 1909 realizó a su casa familiar de Trahutten, detallaba su estado de salud:

«Estaba tan agitado que me quedé despierto hasta las 5 de la madrugada y tuve un ataque muy fuerte de asma... puedes comprender que sea pesimista y aprensivo con respecto a exponerme a ocho semanas de riesgo en el viaje al lago Ossiacher, cuyo clima puede afectar muy negativamente a mi salud. Es jueves por la mañana y de nuevo me resulta muy difícil respirar desde la una y media, y ni toda la morfina del mundo puede conseguir que yo duerma. Cada vez que caigo profundamente dormido, me despierto con un acceso y me olvido de respirar durante tres veces, de modo que casi me ahogo...».

Los meses de obligado e intenso entrenamiento en una unidad de infantería, durante la Primera Guerra Mundial, abocaron una vez más Berg a una situación precaria, de la que le liberó un reconocimiento médico y el destino a funciones administrativas en el Ministerio de la Guerra. En 1935 escribe su producción más importante, el Concierto para violín, pero un nuevo problema vino a complicar su precaria salud. Lo cuenta él mismo, en una carta dirigida a Schönberg:

«... no me encuentro bien... desde hace meses tengo forúnculos, de nuevo ahora, ¡me paso el día en la cama! Todo empezó justo después de terminar el concierto cuando me salió una pequeña herida al picarme un insecto».

Dos semanas más tarde la infección de la herida se transformó en una septicemia y en la Navidad de 1935, Alban Berg fallecía en Viena a los 50 años.

Resumen

Resumen
  • El vocablo alergia lo acuñó el médico austriaco Clemens Peter Freiherr von Pirquet (1874-1929) en 1906.
  • En 1901, los científicos Charles Robert Richet (1850-1935) y Paul Jules Portier (1866-1962), al buscar un suero para picaduras de medusa descubrieron una grave reacción alérgica, la anafilaxia, que le valió a Richet el Premio Nobel de Medicina en 1913.
  • En 1967 se descubrió una proteína, la IgE, causante de los procesos alérgicos. El hallazgo se debió al matrimonio Ishizaka y a los científicos Wide, Bennich y Johansson, de la Universidad de Uppsala.
  • En 1873 el médico inglés Charles Harrison Blackley (1820-1900) descubrió las pruebas cutáneas.
  • En 1919 el doctor Maximilian Ramírez describió en Nueva York el caso de un paciente que a las dos semanas de recibir una transfusión de sangre sufrió un ataque de asma a los pocos minutos de montar en un coche de caballos. Obtuvo una prueba cutánea positiva con epitelio de caballo. El donante era asmático y alérgico al caballo.
  • En 1933 el químico hispanofrancés Ernest Fourneau (1872-1949), que trabajaba en el Instituto Pasteur, en colaboración con Anne Marie Staub, descubrió los primeros antihistamínicos.
  • En 1897 el dermatólogo judío alemán Heinrich Koebner (1838-1904) publicó dos casos de reacción cutánea por quinina, introduciendo en la literatura médica el término exantema medicamentoso, que todavía empleamos en la actualidad.
  • Carlos Jiménez Díaz (1898-1967), catedrático de Patología y Clínica Médicas, inició la Alergología en España y creó en 1948 la Sociedad Española de Alergia, origen de la actual Sociedad Española de Alergología e Inmunología Clínica (SEAIC).
  • El asma y la alergia influyeron en la obra de escritores como Marcel Proust, José Lezama Lima, Mario Benedetti y músicos como Antonio Vivaldi, Alban Berg y Arnold Schönberg.

Preguntas y respuestas

Resumen

¿Son recientes las enfermedades alérgicas?

Muchos pacientes acuden al alergólogo con la idea preconcebida de que las enfermedades alérgicas no existieron en el pasado, considerándolas propias de sociedades industrializadas, y favorecidas en gran manera, con independencia de la predisposición hereditaria, por factores ambientales como la polución atmosférica y los cambios del estilo de vida. En parte no les falta razón, pero este capítulo hará un sucinto viaje a través de los siglos para mostrar que los médicos de épocas pasadas también las conocieron.

¿Cuándo y por qué se acuñó el término anafilaxia?

Existe un tipo de reacción alérgica grave que puede poner en peligro la vida y que generalmente ocurre tras la administración de un medicamento, la ingestión de un alimento o la picadura de una abeja o de una avispa. Consiste en la aparición de ronchas en la piel (urticaria), hinchazón de esta o de la glotis (que es el espacio situado entre las cuerdas vocales, y cuya inflamación causaría asfixia), asma, vómitos, diarrea, e incluso sensación de mareo por descenso de la tensión arterial (choque anafiláctico). Fue el catedrático francés de la Universidad de La Sorbona, Charles Robert Richet (1850-1935) —que además de interesarse por la medicina lo hizo por la historia, la literatura, la sociología, la parapsicología y la psicología—, quien acuñó en 1902 el término anafilaxia para referirse al peculiar modo de reaccionar de algunos individuos, expresando que «muchos venenos poseen la notable propiedad de aumentar en lugar de disminuir la sensibilidad del organismo frente a su acción». En el verano de 1901, Richet y el zoólogo Paul Jules Portier (1866-1962) fueron invitados a un crucero por el Mediterráneo por el príncipe Alberto I de Mónaco (1848-1922), cuyo interés por la oceanografía le llevó a promover viajes a bordo del yate Princesse Alice II, dotado de laboratorios para investigaciones marinas. El aristócrata era el propietario del Casino de Montecarlo, pero como sentía aversión por los juegos de azar nunca lo frecuentó y prohibió la entrada a sus súbditos; sin embargo, las enormes ganancias le permitieron emprender fabulosas travesías marinas. Como había visto dificultados sus baños por las dolorosas picaduras de las medusas, encargó a Portier y Richet que investigasen al respecto. Las medusas se valen de un veneno que secretan sus tentáculos para lograr paralizar a sus presas antes de ingerirlas. Ambos comprobaron que un extracto acuoso preparado con filamentos de esos animales era muy tóxico para los patos y los conejos, pero precisaban ampliar sus experimentos. De regreso a París no lograron obtener el tipo de medusa que habita en el Mediterráneo, pero se valieron de un organismo similar, la actinia o anémona de mar, cuyos tentáculos también albergan veneno. El objetivo era obtener un suero protector para los bañistas que fuesen picados por aquellos animales marinos. Constataron que la muerte de los perros que habían utilizado no ocurría hasta pasados algunos días tras la inyección de la ponzoña; y además, los que no habían recibido una dosis letal sobrevivían, aunque a partir de entonces eran muy sensibles a pequeñas dosis del veneno y fallecían en minutos. Al recibir Charles Richet en 1913 el Premio Nobel de Medicina, estas fueron sus palabras durante la entrega del galardón: «El descubrimiento de la anafilaxia no es de ninguna manera el resultado de una profunda reflexión sino de una simple observación, casi accidental, por lo tanto no tengo otro mérito que el de no haber rehusado ver los hechos que se mostraban ante mí, completamente evidentes». Richet obtuvo en solitario el Nobel, pero entre él y Portier nunca hubo envidia ni resentimiento.

En el laboratorio del doctor Richet trabajó un español que se llamaba Joaquín León Carballo Sánchez. Había nacido en Don Benito (Badajoz) en 1869, estudió Medicina en Madrid y llegó a París en 1893 con escasos recursos económicos gracias a una beca del Gobierno español. Pronto gozó de la confianza del profesor Richet, se convirtió en un estrecho colaborador y llevó a cabo experimentos sobre temas variados. Reunió los méritos suficientes para ser nombrado en 1904 director del Institut Étienne-Jules Marey, cargo al que renunció por amor tres años después. En aquel ambiente científico había conocido a una joven y rica becaria norteamericana, se casó con ella y tras adquirir un viejo castillo en el valle del Loira, ambos se retiraron a dicha propiedad. Allí el doctor Carballo se dedicó a cuidar de su colección de pinturas españolas, y falleció en 1936. Probablemente, si el destino no hubiera dado un giro tan radical a su vida, su nombre figuraría hoy junto a los de Richet y Portier ligado al descubrimiento de la anafilaxia.

Charles Richet obtuvo el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la anafilaxia.

Charles Richet obtuvo el Premio Nobel de Medicina por el descubrimiento de la anafilaxia. (Créditos, F. 5)

¿Cuándo y por qué se acuñó el término alergia?

Los médicos griegos ya intuyeron la existencia de un modo especial de respuesta en el organismo de las personas alérgicas, pues idearon el término idiosincrasia, que deriva de idios (propio), sun (son) y krasis (temperamento), para referirse al propio comportamiento en virtud del cual se distingue un individuo de los demás. Pero el creador del vocablo alergia fue el pediatra austriaco Clemens Peter Freiherr von Pirquet von Cesenatico. Nacido en 1874, estudió Medicina en la Universidad de Viena y su interés por la infancia le llevó a fundar en la propiedad familiar que poseía la primera factoría que producía leche pasteurizada. En 1906, al introducir el concepto de alergia, justificaba así su aportación:

«Necesitamos un nuevo término más general para describir el cambio experimentado por un organismo tras su contacto con un veneno orgánico, bien sea vivo o inanimado. Para expresar este concepto general de un cambio en el modo de reaccionar, yo sugiero el término alergia. En griego allos significa ‘otro’, y ergon ‘una desviación del estado original’».

La muerte de Von Pirquet y su esposa es un enigma: el 28 de febrero de 1929 fueron hallados sin vida, tras ingerir cianuro. Este médico se casó en 1904 con una mujer de Hannover, con la que pronto surgieron tensiones conyugales tras ser sometida a una intervención quirúrgica ginecológica que impidió al matrimonio tener descendencia. Posteriormente desarrolló una vejez prematura y una notoria obesidad, pues pasaba la mayor parte del tiempo en la cama. De carácter neurótico, iba a precisar en el futuro el ingreso en un sanatorio privado cerca de Viena, para tratar su adicción a los somníferos.

¿Cuándo y por qué se acuñó el término atopia?

En 1923 fue el médico neoyorquino Arthur Fernández Coca (1875-1959) quien, asesorado por un profesor de griego, acuñó el término atopia (atopos significa ‘inhabitual’ o ‘raro’), para referirse a los padecimientos de algunos sujetos que sufrían rinitis, asma o urticaria y en los que existía un condicionante hereditario. Aún se sigue empleando la denominación de dermatitis atópica para designar un tipo de eccema que aparece en la piel de ciertos individuos que, en su mayoría, muestran una especial propensión a padecer procesos alérgicos como la rinitis o el asma. Pero no fue posible conocer el mecanismo íntimo de las reacciones alérgicas hasta que se descubrió una proteína llamada IgE, que suele ser la causa de la mayoría de ellas. Tuvo lugar en 1967, gracias a dos grupos de investigadores que trabajaban por separado, uno en Baltimore (el matrimonio nipón Ishizaka) y otro integrado por tres científicos suecos de la Universidad de Uppsala (los doctores Wide, Bennich y Johansson).

¿Cuáles fueron a lo largo de la historia las primeras evidencias de que algunas personas padecían rinitis alérgica en primavera?

El médico árabe de origen persa Rhazes (865-932), que ejerció en el primer cuarto del siglo X y está considerado como el más eminente galeno musulmán medieval —destacó también como filósofo, cantante y por su dominio de la cítara—, tituló una de sus publicaciones Una disertación sobre la causa de la coriza que ocurre en la primavera, cuando las rosas liberan su perfume. Es probablemente la primera descripción en la historia de la Medicina de la rinitis alérgica estacional por el polen, pero aunque el olor de un perfume puede causar irritación en las fosas nasales no es responsable de otros síntomas típicos de la exposición a ese elemento vegetal, que sirve para que determinadas plantas se reproduzcan, como sucede con el picor de los ojos y de la nariz. Según el Diccionario de la Real Academia Española, coriza es sinónimo de romadizo, que a su vez significa ‘inflamación de la mucosa que tapiza las fosas nasales, causando el catarro’, es decir, el «flujo o destilación procedente de las membranas mucosas». Para los antiguos médicos griegos, el vocablo katarrhein era sinónimo de correr a través de; kata significa en griego ‘para abajo’ y por rheo se entiende el hecho de fluir.

Otro célebre filósofo y médico árabe, Avicena (980-1037), logró producir un líquido que llamó agua de rosas y que adquirió pronto gran fama; se dice que cuando el sultán Saladino entró en Jerusalén el año 1187 lavó con él la totalidad de la Mezquita de Omar. Tras las Cruzadas se puso de moda el uso de perfumes, pues los caballeros que participaron en ellas se los traían desde Oriente a sus damas. Más adelante, en 1556, el médico luso João Rodrigues (1511-1568), conocido como Amato Lusitano, atribuyó de nuevo la presencia de estornudos en algunos individuos al perfume que emanaba de las rosas. Asimismo, fue en 1565 cuando el cirujano y anatomista italiano de origen francés Leonardo Botallus (1519-1587) afirmó que conocía el caso de un paciente que al oler rosas sentía dolor de cabeza y estornudos, por lo que designó la afección como fiebre de la rosa. Experiencias similares fueron recopiladas por otros autores, y en 1673 el médico suizo Johann Nikolaus Binninger (1628-1692) exponía el caso de la esposa de un eminente personaje que padecía catarros solo en la época en que florecían las rosas. Las rosas, al igual que otras plantas ornamentales, se valen de insectos como las abejas para llevar a cabo su polinización (que se llama entomófila), pero son las especies vegetales que se sirven del aire para la dispersión de su polen (anemófilas) las causantes de alergia primaveral. De ahí la gran intuición de un médico suizo natural de Ginebra, el doctor Jean Jacob Constant de Rebecque (1645-1732), alérgico al polen desde su adolescencia, que afirmaba en 1691: «Creo más bien que las rosas emiten algo que irrita mi nariz sensible y, como por la acción incesante pero no advertida de aguijones, provoca una secreción del color del agua». Y en 1693 Herlinus hablaba de un cardenal romano tan sensible al olor de las rosas que mantenía cerradas a cal y canto las puertas de su palacio.

¿Quién acuñó el término fiebre del heno para denominar la alergia al polen?

En 1819 John Bostock (1773-1846), médico homeópata y catedrático de las Universidades de Liverpool y Londres, comunicó a otros colegas las manifestaciones alérgicas que padecía desde su infancia en una reunión de la Sociedad Médico-Quirúrgica de Londres, en los siguientes términos:

«Los siguientes síntomas aparecen cada año a mediados de junio, con un mayor o menor grado de violencia. Se nota una sensación de calor y plenitud en los ojos, primero a lo largo de los bordes de los párpados, y especialmente en los ángulos internos, pero después de algún tiempo compromete a todo el globo ocular. Al comienzo la apariencia externa del ojo se ve poco afectada, salvo por la existencia de ligero enrojecimiento y lagrimeo. Este estado se incrementa gradualmente, hasta que la sensación se transforma en un picor y escozor más agudos, mostrándose aquéllos muy inflamados y descargando un fluido mucoso copioso y espeso. Esta afección ocular tiene sus paroxismos, que se suceden a intervalos irregulares, desde la segunda semana de junio hasta mediados de julio. Después de que los síntomas oculares se han ido aminorando, aparece una sensación general de plenitud en la cara y particularmente sobre la frente; dichas manifestaciones se siguen de una irritación de la nariz, produciendo estornudos, que ocurren en forma de salvas de una extrema violencia, sucediéndose con intervalos inciertos. A los estornudos se suma una sensación de opresión torácica y dificultad para respirar. Surge una necesidad de buscar aire en la habitación para poder respirar mejor, volviéndose la voz ronca y existiendo una incapacidad para hablar de forma prolongada sin tener que pararse...».

Además, en 1828, Bostock publicó un trabajo con observaciones de 18 casos similares al suyo, y empleó por vez primera el término fiebre del heno, pero rechazó su idea inicial de que hubiera relación con el heno o pasto seco, por considerarla errónea. Hoy sabemos que el polen causa la rinoconjuntivitis alérgica primaveral, y que tal afección no provoca fiebre, pero el término ha hecho fortuna y continúa usándose entre algunos médicos y pacientes. A partir de las observaciones de Bostock surgió el interés de otros galenos por dicha enfermedad, que en su época era una rareza, pero alcanza hoy una frecuencia notable.

El Dr. John Bostock (1773-1846) empleó por primera vez el término fiebre del heno en un trabajo publicado en 1828 con observaciones de 18 casos de rinoconjuntivitis alérgica primaveral.

El Dr. John Bostock (1773-1846) empleó por primera vez el término fiebre del heno en un trabajo publicado en 1828 con observaciones de 18 casos de rinoconjuntivitis alérgica primaveral. (Créditos, F. 6)

¿Quién descubrió las pruebas cutáneas y efectuó investigaciones pioneras sobre la causa de la alergia al polen?

El doctor Charles Harrison Blackley, nacido en 1820, practicó la homeopatía en Manchester, tras ser tratado con éxito de su alergia al polen por un homeópata, que le inculcó el interés por ella. La homeopatía se basa en las investigaciones del galeno alemán Samuel Hahnemann (1755-1843), y consiste en prescribir dosis infinitesimales de medicamentos. Al tratarse de un método terapéutico innovador era rechazado por la mayoría de los médicos, y al mostrarse Blackley preocupado por su reputación, y temiendo que algunos de sus coetáneos le considerasen un charlatán, fue a la Universidad de Bruselas para completar su formación. Un día de 1873, uno de sus hijos colocó en una habitación de la casa un florero con un ramo de grama; al añadirle Blackley un poco de agua advirtió que se desprendían pequeñas cantidades de polen cerca de su cara, y que comenzaba de inmediato a parpadear y estornudar. Entonces decidió experimentar y tras arañarse la piel la frotó con una gramínea humedecida, observando que en unos minutos aparecía un enrojecimiento y se formaba una pequeña elevación o habón. Había descubierto las pruebas cutáneas, que con ciertas modificaciones son todavía la principal herramienta para el diagnóstico en Alergología. Además Blackley construyó un dispositivo con un mecanismo de relojería, que le permitía exponer unas superficies adherentes durante un tiempo dado en la atmósfera. Era el primer colector de pólenes de la historia, que consistía en un barrilete a modo de cometa, al que incorporó en su zona central un portaobjetos untado con vaselina; logró elevar su ingenio a más de 500 m de altura y cada 24 horas desmontaba el portaobjetos y lo observaba al microscopio, para identificar y contar los pólenes. Se apercibió de la influencia del viento, el calor y la humedad sobre la distribución de aquéllos. Comprobó que en Manchester, en los meses de junio y julio, la época en que él y sus pacientes presentaban síntomas, había altas concentraciones atmosféricas de pólenes de gramíneas, y obtuvo mayores recuentos en jornadas en las que lucía el sol y además había viento, que dispersaba los granos de polen. Para protegerse de los efectos nocivos del polen Blackley fabricó un filtro de aire con capas de muselina, y usó unas almohadillas nasales, a modo de calzas, elaboradas con gasa.

¿Cómo se descubrió que el asma podía tener un origen alérgico?

Una de las descripciones más antiguas del asma bronquial, afección caracterizada por dificultad respiratoria y silbidos debido al estrechamiento de los bronquios, se la debemos al médico romano Areteo de Capadocia, cuya vida se cree que transcurrió entre el último cuarto del siglo I d. C. y la primera mitad del II. Afirmaba al respecto: «Si corriendo, al hacer gimnasia o cualquier otro trabajo, la respiración se vuelve dificultosa, a eso se le llama asma».

Gerolamo Cardano fue un matemático, médico y filósofo italiano, nacido en 1501 en Pavía, y que falleció en Roma el año 1576. Intuyó que el asma podría tener un origen alérgico cuando, en 1552, John Hamilton, arzobispo escocés de St. Andrews (Edimburgo), le hizo llamar pues creía padecer una tuberculosis pulmonar. El paciente experimentó un notable alivio al seguir las recomendaciones del galeno y retirar de su lecho el colchón y la almohada de plumas, que sustituyó por otros de seda tejida.

Johann Baptista van Helmont (1577-1644), médico y químico de origen belga, describió un tipo de respiración dificultosa que le asaltaba con frecuencia, desencadenándose los accesos tras la exposición al polvo doméstico. Constató la influencia del clima sobre su enfermedad, ya que presentaba episodios de asma en Bruselas y estaba asintomático en Oxford.

El médico inglés Henry Hyde Salter (1823-1871), que padeció asma desde su infancia y publicó en 1860 un tratado muy completo titulado On Asthma, its Pathology and Treatment, apuntó la posibilidad de que algunos alimentos pudieran ser la causa de los ataques en individuos susceptibles. También se refirió a otros factores exógenos como las plumas de las aves, y observó la aparición en su propia piel de una reacción urticarial tras la fricción con pelo de gato, si el animal le producía algún rasguño. Recomendaba para su tratamiento café bien cargado y el humo que se desprendía al quemar estramonio, procedente de los llamados cigarrillos antiasmáticos. El francés Armand Trousseau (1801-1867), profesor de la Facultad de Medicina de París y que padecía asma en presencia de algunas flores como las violetas, también prescribía dichos cigarrillos.

¿También existió en el pasado la alergia a los alimentos?

Aunque actualmente es cada vez mayor el número de personas afectadas por este problema, este tipo de reacción alérgica ha acompañado al hombre desde épocas remotas. El médico y naturalista griego del siglo I d. C. Pedáneo Dioscórides y el escritor latino Cayo Plinio Segundo, el Viejo (23-79 d. C.) describieron la acción dañina de los plátanos para la salud de algunas personas, atribuyéndola erróneamente a los pelos que crecen en sus hojas. También Hipócrates se refirió así al queso: «Algunos lo pueden comer hasta la saciedad sin que les ocasione ningún mal, pero otros no lo soportan bien».

Tito Caro Lucrecio, poeta latino (siglo I a. C.), en su poema De Rerum Natura (De la naturaleza de las cosas), dado a conocer después de su muerte por su amigo Cicerón, escribió: «Lo que es alimento para algunos, puede ser para otros un veneno violento».

En 1480, antes de que tuviera lugar la coronación del rey Ricardo II de Inglaterra, los lores querían agradar al monarca sirviéndole una abundante taza de fresas, que comió en su presencia. Horas más tarde convocó al Consejo de Estado, se abrió la camisa y mostró el tórax, que estaba cubierto de zonas enrojecidas que le causaban una gran desazón. Trató de hacer ver a los presentes que era un intento de envenenamiento por parte de uno de sus colaboradores, que fue condenado a muerte.

En 1689 un médico de Kiel, Johann Christian Bautzmann, describió que:

«Muchos comen con avidez marisco sin sufrir daño alguno. He visto, sin embargo, algunas mujeres, muchachas jóvenes y niños, los cuales, cada vez que comen marisco, se sienten mal; experimentan dolores en el corazón; su sudor es frío; tienen tendencia a desmayarse y se quejan de hinchazón en el vientre, la cara y las extremidades, lo que hace temer por su vida». A su vez, Conrad Heinrich Fuchs (1803-1855), en 1841, llamó la atención sobre el papel que ciertos alimentos podían desempeñar en el desencadenamiento de ronchas en la piel, expresándose así: «Hay, empero, individuos que presentan esta forma de urticaria cuando comen ciertos manjares, como fresas, frambuesas, miel, almendras dulces, totalmente inocuos para la otra gente...».

¿Puede ser la alergia una enfermedad transmisible?

En 1919 el doctor Maximilian Ramírez publicó el caso de un paciente de 35 años que a las 2 semanas de recibir una transfusión de sangre por padecer una anemia, sufrió un ataque de asma a los pocos minutos de montar en un coche de caballos en el Central Park de Nueva York. El doctor Ramírez le efectuó pruebas cutáneas con diversos alimentos, pólenes y otros alérgenos, pero únicamente obtuvo una reacción positiva con epitelio de caballo. El donante de la sangre era un asmático con alergia al caballo. Tres años después, en 1922, Frugani notificó el caso de una niña de 12 años que había recibido una transfusión sanguínea de un donante alérgico al conejo, y tras jugar con uno de estos animales desarrolló una rinoconjuntivitis alérgica, urticaria y tos. También en 1922 los médicos alemanes Otto Karl Prausnitz (1876-1963) y su ayudante Heinz Küstner (1867-1963), que trabajaban en el Instituto de Higiene de la ciudad polaca de Wroclaw (Breslavia), publicaron un gran descubrimiento en Alergología. Küstner era alérgico al pescado y Prausnitz lo era al polen, pero este último toleraba el pescado. Küstner inyectó en la piel de su colega su propio suero (componente líquido de la sangre) y al día siguiente le aplicó un extracto de pescado cerca de los puntos de inyección del suero. Sucedió que únicamente en las áreas donde se había administrado el suero de Küstner se produjo una reacción cutánea en forma de una roncha con enrojecimiento de la piel. Ambos habían descubierto la transferencia cutánea pasiva de la alergia, denominándose en su honor a dicha prueba test de P-K.

¿Desde cuándo se conoce la urticaria?

El picor o prurito es el síntoma capital de afecciones alérgicas de la piel como el eccema o la urticaria. Esta última consiste en la erupción de lesiones sobreelevadas y enrojecidas de contornos geográficos, denominadas ronchas o habones. Hipócrates de Cos, padre de la medicina, que vivió durante los años 460-377 a. C., describió lesiones urticantes que sobresalían en la piel y que estaban producidas por ortigas y mosquitos, a las que llamó cnidosis, utilizando la raíz griega cnido que se refería a las ortigas (Urtica urens L.). Con posterioridad, el erudito romano de la primera mitad del siglo I d. C. Aulus Cornelius Celsus (53 a. C.-7 d. C.), que probablemente no era médico, compendió los conocimientos de su época en una magna obra que tituló Artes o Celesti, que abarcaba todas las ramas del saber. Este rico patricio, contemporáneo del emperador Tiberio, comparó una erupción cutánea que cursaba con picor y sensación de ardor con las lesiones originadas tras el contacto accidental de la piel con ortigas. Estas plantas, cuyas hojas están recubiertas de pelos, son capaces de generar la aparición de ronchas al contacto con la piel, idénticas a las de los sujetos con urticaria.

En numerosas ocasiones en la historia de la medicina ha sucedido que los conocimientos sobre una determinada enfermedad han progresado gracias al interés de médicos que la padecieron. Es lo que sucedió, en el caso de la urticaria, con el inglés Thomas Masterman Winterbottom (1766-1859), que desarrollaba ronchas e hinchazón en su piel al comer almendras dulces; se lo notificó por escrito a su amigo el doctor Robert Willan (1757-1812), que trabajaba en el dispensario público de un barrio londinense atendiendo a enfermos de baja extracción social. Willan mostró un gran interés por el mal que afligía a su colega y por otras afecciones cutáneas. Lamentablemente no logró culminar su ingente labor, pues la muerte le sobrevino de forma inesperada a los 55 años. Sin embargo, fue Thomas Bateman, uno de sus discípulos, quien se encargó de dar a conocer la obra del maestro en el libro Sinopsis práctica de las enfermedades cutáneas, publicado en 1813, en el que describió los diferentes procesos patológicos de la piel, entre ellos varios casos de urticaria y edema angioneurótico (un tipo de hinchazón cutánea que hoy día se conoce como angioedema).

¿Cómo se descubrieron los antihistamínicos?

Los antihistamínicos son los fármacos más empleados por los médicos, junto con los corticoides, para tratar las enfermedades alérgicas. Fue sir Henry Hallett Dale (1875-1968), un farmacólogo inglés interesado en investigar sustancias del cornezuelo (un hongo que parasita el centeno), en colaboración con sir Patrick Playfair Laidlaw (1881-1940), quien comprobó que la histamina era responsable de la mayoría de las reacciones alérgicas y del enrojecimiento e hinchazón de la piel, en animales de experimentación. Corría el año 1910 y habría que esperar hasta 1933 para que el químico hispanofrancés Ernest Fourneau (1872-1949), que trabajaba en el Instituto Pasteur en colaboración con Anne Marie Staub, descubriera una serie de sustancias capaces de antagonizar los efectos nocivos de la histamina: eran los primeros antihistamínicos. En el año 1944, Daniel Bovet (1907-1992) obtuvo el Neoantergan© (maleato de pirilamina), que fue el primer antihistamínico empleado en humanos. En 1947 los doctores Gay y Carliner, del Hospital Johns Hopkins de Baltimore, usaron dimenhidrinato para tratar a una paciente con urticaria. Dicho antihistamínico curiosamente también alivió los mareos que aquella sufría al viajar en coche o en tranvía, con independencia de su acción antihistamínica. Así, el 26 de noviembre de 1948 se llevó a cabo la denominada operación mareo en el navío General Ballou, un barco que zarpó de Nueva York con rumbo a Bremerhaven y 1.300 soldados a bordo. Se ensayó el dimenhidrinato durante una gran tempestad, y se demostró su eficacia frente a las cápsulas de placebo. A partir de entonces pasó a formar parte de la terapéutica destinada a combatir el llamado mal de mar, el mareo y el vértigo. Resulta llamativo cómo los viajes han favorecido el avance de la medicina. En 1961, el resfriado de los tripulantes de la nave espacial Apolo VII complicó el vuelo, y puso en peligro la misión. Se invirtieron grandes esfuerzos en obtener un fármaco eficaz, capaz de aliviar con rapidez los síntomas nasales de los astronautas, y se descubrió el clorhidrato de oximetazolina, que es un vasoconstrictor y se usa en forma de spray nasal.

¿Quién fue el iniciador de la Alergología en España?

Sus comienzos se deben a un gran internista, el doctor Carlos Jiménez Díaz, nacido en 1898 en Madrid, en el seno de una familia muy modesta, que con gran esfuerzo costeó sus estudios en la antigua Facultad de Medicina de San Carlos, de la madrileña calle de Atocha. Se doctoró con Premio Extraordinario, amplió estudios en Alemania y a su regreso, con 24 años, ganó por oposición la Cátedra de Patología Médica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Sevilla. Durante su estancia en la capital hispalense, con algunos colaboradores como el profesor José Cruz Auñón, comenzó a efectuar la recogida de plantas para examinar el polen al microscopio y la elaboración de extractos, para el diagnóstico y el tratamiento de la rinitis y el asma. En 1926 Jiménez Díaz ganó la Cátedra de Patología y Clínica Médicas en la Facultad de Medicina de Madrid, y regresó a la capital de España. A partir de 1928, con algunos colaboradores como Sánchez-Cuenca y Puig Leal, realizó diversas publicaciones sobre alergia y asma, con aportaciones muy novedosas.

En el Libro de Actas de la Sociedad Española de Alergia, puede leerse:

«En Madrid, a las 16 horas del 20 de noviembre de 1948, reunidos el Dr. Carlos Jiménez Díaz, el Dr. Carlos Lahoz Marqués y el Dr. Javier Farrerons Co, acuerdan por unanimidad constituir la Sociedad Española de Alergia con arreglo a los estatutos aprobados. Y no habiendo más asuntos que tratar, media hora más tarde se levanta la sesión».

En el XI Congreso Nacional de Alergia, celebrado en Las Palmas de Gran Canaria en 1978, se cambió la denominación inicial de Sociedad Española de Alergia, añadiéndose las palabras Inmunología Clínica. Más tarde se decidió que el nombre fuese el actual, Sociedad Española de Alergología e Inmunología Clínica (SEAIC). En 2018, al cumplirse los 70 años de historia de la SEAIC y los 40 del reconocimiento de la Alergología como especialidad en España, la SEAIC realizó un extenso vídeo al que puede acceder a través del siguiente enlace: https://seaicdocumental.wixsite.com/seaicdocumental.

Con posterioridad Jiménez Díaz creó en la Clínica de la Concepción un Servicio de Alergia y Terapéutica Respiratoria, donde se han formado numerosos alergólogos. Este gran médico murió de un infarto agudo de miocardio, mientras trabajaba en la Fundación que lleva su nombre, el 28 de mayo de 1967.

Don Carlos Jiménez Díaz y su esposa, Concepción de Rábago, el 1 de junio de 1955, cuando se inauguró la Clínica de la Concepción (llamada así en su honor), actual Fundación Jiménez Díaz.

Don Carlos Jiménez Díaz y su esposa, Concepción de Rábago, el 1 de junio de 1955, cuando se inauguró la Clínica de la Concepción (llamada así en su honor), actual Fundación Jiménez Díaz. (Créditos, F. 7)

Malaria, coronavirus y reacciones alérgicas

Los indígenas del Perú usaban extractos de la corteza del árbol de la quina o cinchona (Cinchona officinalis) para combatir la fiebre. En 1633 se introdujo como hierba medicinal en Europa y se empezó a utilizar contra la malaria (o paludismo), una enfermedad potencialmente mortal causada por parásitos del género Plasmodium que se transmiten al ser humano por la picadura de mosquitos hembra infectados del género Anopheles. En 1820 dos franceses, el naturalista y químico Pierre Joseph Pelletier y el químico y farmacéutico Joseph Bienaime Caventou, extrajeron por primera vez quinina del árbol de la quina. En el siglo XIX los ingleses colonizaron la India y entre las nuevas enfermedades que afectaron a los colonos y los soldados, estaba la malaria. En 1780 Johan Jacobs Schweppes, cuyo apellido ha dado nombre a una célebre marca de bebidas refrescantes, desarrolló en Ginebra un método para carbonatar el agua y creó la tónica. Para prevenir la malaria las autoridades sanitarias promovieron su consumo al contener quinina, pero en 1853 los investigadores franceses Rilliet, Barthez y Briquet, describieron casos de erupción cutánea, que no relacionaron con el fármaco sino con el padecimiento concomitante de fiebre tifoidea. Sin embargo, en 1869 Edward Garranay observó la aparición de un exantema (erupción cutánea aguda) que atribuyó al fármaco, porque cuando el paciente bebió agua tónica desarrolló la misma reacción. En 1897 el dermatólogo judío alemán Heinrich Koebner (1838-1904) publicó 2 casos de reacción cutánea por quinina, introduciendo en la literatura médica el término exantema medicamentoso, que todavía empleamos los médicos en la actualidad.

En 1934 los laboratorios Bayer de Elberfeld (Alemania) sintetizaron otro fármaco antimalárico, la cloroquina. Inicialmente se consideró que era demasiado tóxica para su uso en humanos, pero durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de los EE.UU. patrocinó una serie de ensayos clínicos que demostraron su valor terapéutico y en 1947 se autorizó su uso en pacientes con paludismo.

En 1894 Payne empleó con éxito quinina para tratar a un paciente con lupus cutáneo y más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial, se observó que los soldados destinados en el Pacífico que padecían una forma más generalizada de lupus (eritematoso sistémico) o los afectados por artritis reumatoide, experimentaban una gran mejoría si tomaban antipalúdicos para tratar o prevenir la malaria. Años más tarde se comprobó que los antimaláricos (o antipalúdicos) poseen acciones antiinflamatorias y moduladoras del sistema inmunitario.

Se pensó inicialmente que la cloroquina podría ser efectiva, en base a estudios in vitro, para limitar la replicación del SARS-CoV-2 o Covid-19, el virus causante de la actual pandemia que asola al planeta y que se detectó por primera vez en diciembre de 2019 en la ciudad china de Wuhan, en la provincia de Hubei. Hay publicaciones que avalan la capacidad de un derivado de dicho fármaco, la hidroxicloroquina, para inhibir la penetración y la replicación de distintos tipos de virus en las células. Por ello se pensó en la importancia de esta última para frenar la llamada tormenta de citocinas, un grupo de proteínas producidas por diversos tipos de células que regulan las respuestas inmunitaria e inflamatoria en el organismo humano, y que se liberan de forma masiva en algunos pacientes infectados por Covid-19, con lo que se agrava su estado. Pero también se ha descrito en pacientes con infección por Covid-19 tratados con hidroxicloroquina la aparición de reacciones alérgicas cutáneas, algunas leves, como el picor y otras más severas, así como otro tipo de efectos adversos, potencialmente graves, por lo que actualmente su empleo ha quedado en entredicho.

¿Cómo influyó el padecimiento de afecciones alérgicas en la obra de algunos personajes famosos?

Es atractivo repasar las biografías de quienes haciendo de la necesidad virtud lograron convivir con sus molestos procesos alérgicos, y además descollaron e incluso rozaron la genialidad en la literatura y en la música. En algunos casos fueron el detonante para estimular su talento creador, pero fueron considerados unos excéntricos al verse obligados a modificar sus hábitos de vida, como le ocurrió al célebre novelista Marcel Proust. Nació en París el 10 de julio de 1871 y sufrió la primera crisis asmática, que fue muy grave, a los 9 años durante un paseo primaveral con su familia por un bosque. A partir de entonces cada año se repitieron en primavera los síntomas nasooculares de su alergia al polen; pero las crisis asmáticas surgían en cualquier época, y eran cada vez más graves y frecuentes. No pudo asistir a la escuela durante meses, y se veía imposibilitado para gozar de la naturaleza, que le encantaba. Aunque el pequeño Marcel, gracias a su padre el doctor Adrien Proust, que era profesor de la Facultad de Medicina de la parisina Universidad de la Sorbona y un médico eminente, al que debemos la expresión cordón sanitario para designar la barrera que impide la propagación de epidemias, pues era inspector de la sanidad pública, tenía acceso a los mejores especialistas, poco se pudo hacer. Los médicos le prescribieron a Marcel en su juventud cigarrillos antiasmáticos y otros remedios poco eficaces. Más tarde, gracias al descubrimiento de la adrenalina, que sucedió de forma independiente en 1900 por el químico japonés Jokichi Takamine y su ayudante Keizo Uenaka, pudo Marcel Proust recibir inyecciones de dicho medicamento para dilatar sus bronquios.

En un momento dado, el escritor abandonó la casa familiar, se trasladó a un apartamento y contrató los servicios de un ama de llaves; rara vez se levantaba de la cama y apenas salía. Prohibió cocinar en la vivienda por miedo a que los olores y los vapores pudieran desencadenarle ataques de asma. Puesto que dormía durante el día, para evitar la exposición ambiental al polen, forró las paredes de su habitación con corcho, para aislarse de los ruidos del vecindario, mientras las ventanas estaban cubiertas por pesadas cortinas y nunca se abrían. Es fácil deducir que dicho dormitorio debía de ser un buen albergue para los ácaros que anidan en el polvo doméstico, aunque en esa época se desconocía su existencia. Por ello, Proust seguía desesperado con sus crisis asmáticas; pasó a consumir por prescripción facultativa pequeñas cantidades de morfina y heroína, así como grandes cantidades de cerveza fría. El confinamiento forzoso en su dormitorio, una palabra tan presente en nuestros días por la pandemia del coronavirus, hizo que dedicase todas sus energías a escribir. Fruto de su fecunda labor es el célebre conjunto de siete voluminosos volúmenes titulado En busca del tiempo perdido, donde alude con frecuencia a la terminología médica y retrata a dos galenos ilustres de la época, Dieulafoy y Potain. Según el doctor Rof Carballo: « Pudiera juzgarse que las abundantes sátiras de Proust acerca de los médicos y la medicina rezuman hostilidad inconsciente hacia la figura paterna ». A este último, el doctor Adrien Proust le menciona el colombiano Gabriel García Márquez en su famosa novela El amor en los tiempos del cólera: « como el mejor epidemiólogo de su tiempo ». El sufrimiento tan intenso que le causaba el asma a Marcel Proust, lo plasma el escritor en una carta que dirige a su madre el 31 de agosto de 1901: « El ruido de mis estertores cubre el de mi pluma, estoy en una nube de humo en el que, se lo juro, usted se negaría a entrar, en el que no dejaría de llorar y toser».

El escritor cubano José Lezama Lima nació en 1910 en un campamento militar próximo a La Habana, donde su padre era coronel de Artillería. A los 7 meses tuvo la primera crisis de asma, y las manifestaciones se recrudecieron en años venideros. Al comienzo de su obra más conocida, Paradiso, describe de forma autobiográfica sus padecimientos:

«La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de violenta coloración, y el pecho que se abultaba y se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir y vio los muslos, los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender aún las manos notó las piernas frías y temblorosas. En ese momento, las doce de la noche, se apagaron las luces de las casas del campamento militar y se encendieron las de las postas fijas y las linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía de los charcos ahuyentando a los escarabajos».

Como consecuencia de uno de los habituales traslados familiares a Florida, el padre de Lezama Lima contrajo una neumonía y murió con 33 años, cuando nuestro protagonista tenía solo 9. Hasta ese momento, el escritor había exhibido ante su progenitor un cuerpo «flacucho, con el costillar visible, jadeando cuando la brisa arreciaba, hasta hacerlo temblar con disimulo, pues miraba a su padre con astucia, para fingirle la normalidad de su respiración». Se trasladó entonces la familia a casa de la abuela materna, donde creció el literato rodeado de mujeres oyendo historias muy diversas, que en el futuro usaría como germen para sus libros. Intentaba aliviar sus continuos ataques de asma con unos polvos franceses «que venían en una caja de madera». Y al estar en reposo para no fatigarse, leía con profusión. Andando el tiempo, su obra alcanzaría el reconocimiento internacional. El día 9 de agosto de 1976 falleció de una insuficiencia cardiorrespiratoria.

El escritor uruguayo Mario Benedetti (1920-2009) padeció asma desde muy pequeño. De formación autodidacta, en 1973 renunció al cargo de director del Departamento de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Humanidades y Ciencias de Montevideo, y emprendió un largo exilio lastrado por la amenaza de muerte de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en Buenos Aires y la persecución de que fue objeto en Perú, y por ello buscó asilo en Cuba. A partir de 1985 comenzó a residir la mitad del año en Madrid; y reconocía la necesidad de visitar esta ciudad porque «mi asma así me lo aconseja». Es fácil inferir que la humedad de Montevideo y de Cuba, al favorecer el crecimiento de los ácaros, podría ser uno de los factores causales de su afección respiratoria. En su cuento titulado El fin de la disnea, alude a su enfermedad:

El médico de familia se obstinó en diagnosticar fenómenos asmatiformes. Fue un largo calvario de médico en médico. Siempre la misma respuesta: «No se preocupe, amigo. Usted no es asmático. Apenas son fenómenos asmatiformes». Hasta que un día llegó a Montevideo un doctor suizo especialista en asma y alergia, que abrió consulta en la calle Canelones. Hablaba tan mal el español que no halló la palabra asmatiforme, y me dijo que, efectivamente, yo padecía asma. Casi lo abrazo. La noticia fue la mejor compensación a los cien pesos que me salió la consulta. Solo así ingresé en la masonería del fuelle. Los mismos veteranos disneicos que antes me habían mirado con patente menosprecio, se acercaban ahora sonriendo, me abrazaban (discretamente, claro, para no obstruirnos mutuamente los bronquios)…

Hay otros escritores famosos que también han padecido asma, como Charles Dickens (1812-1870), Edith Wharton (1862-1937), Heinrich Federer (1866-1928), Elisabeth Bishop (1911-1979) y Dylan Thomas (1914-1953).

Entre los músicos también hay célebres asmáticos, como Antonio Vivaldi, nacido en Venecia el año 1678, que sintió desde muy joven la vocación musical. Su padre, Giambattista Vivaldi, fue un famoso violinista que además era peluquero y fabricante de pelucas. El hijo se ordenó sacerdote y se le apodó el cura rojo por el color de su cabello. Sin embargo, por la gravedad del asma que sufría pronto fue relevado de sus obligaciones eclesiásticas, para ser nombrado profesor de violín en un orfanato para niñas dependiente de la iglesia. En las cláusulas del contrato que hubo de firmar Vivaldi se especificaba la necesidad de componer dos conciertos mensuales, para ser interpretados por una pequeña orquesta que mantenía la institución. De otro modo resulta dudoso que hubiera podido componer 23 conciertos para oboe y otros 39 para fagot, amén de numerosas piezas. Vivaldi viajó mucho por Europa, y probablemente esos desplazamientos le sirvieron como alivio de sus crisis, pues algunos asmáticos mejoran al cambiar de aires. Según le confió el músico al aristócrata Bentivoglio:

«No he dicho misa por espacio de 25 años y no tengo intención de volver a hacerlo, no por causa de prohibición u orden alguna, sino por mi propia voluntad, a causa de una enfermedad que he sufrido desde mi infancia y que todavía me atormenta. Después de haber sido ordenado sacerdote, dije misa durante casi un año, pero posteriormente decidí no volver a decirla por haber tenido en tres ocasiones que abandonar el altar antes de concluir el sacrificio a causa de mi enfermedad. Por esta razón vivo casi siempre en interiores y nunca salgo si no es en góndola o carruaje, ya que no puedo caminar sin sentir dolor y opresión en el pecho. Ningún caballero me ha invitado a ir a su casa, ni siquiera nuestro príncipe, porque todos conocen mi debilidad. Puedo salir a pasear después de la cena, pero nunca voy a pie. Esta es la causa de que nunca diga misa…».

Las cuatro estaciones es el prototipo del concierto vivaldiano, que corresponde a «La primavera» (n.º 1 en mi mayor), «El verano» (n.º 2 en sol menor), «El otoño» (n.º 3 en fa mayor) y «El invierno» (n.º 4 en fa menor), respectivamente. Retirado en Viena, ciudad a la que se marchó en 1740 sin que se sepan los motivos, Vivaldi falleció en julio de 1741 tras su internamiento en un hospital público, probablemente a consecuencia de una nueva crisis asmática. En esa misma ciudad vino al mundo en 1885 otro célebre músico, también asmático, Alban Berg. La muerte de su padre, cuando tenía 15 años, sumió a la familia en una difícil situación económica y puso en peligro la continuidad de la educación musical del precoz compositor; pero una hermana de su madre se hizo cargo de sus clases de música. Con 19 años, conoció al compositor Arnold Schönberg (1874-1951), que también padecía asma, e influyó notablemente en su trayectoria. En 1911 Alban Berg se casó con la hija de un alto cargo del ejército austriaco y en su compañía efectuó frecuentes desplazamientos a los Alpes, buscando en aquel clima la mejoría del asma. En una carta que Alban dirigió a la que más adelante sería su esposa en el transcurso de una visita que en 1909 realizó a su casa familiar de Trahutten, detallaba su estado de salud:

«Estaba tan agitado que me quedé despierto hasta las 5 de la madrugada y tuve un ataque muy fuerte de asma... puedes comprender que sea pesimista y aprensivo con respecto a exponerme a ocho semanas de riesgo en el viaje al lago Ossiacher, cuyo clima puede afectar muy negativamente a mi salud. Es jueves por la mañana y de nuevo me resulta muy difícil respirar desde la una y media, y ni toda la morfina del mundo puede conseguir que yo duerma. Cada vez que caigo profundamente dormido, me despierto con un acceso y me olvido de respirar durante tres veces, de modo que casi me ahogo...».

Los meses de obligado e intenso entrenamiento en una unidad de infantería, durante la Primera Guerra Mundial, abocaron una vez más Berg a una situación precaria, de la que le liberó un reconocimiento médico y el destino a funciones administrativas en el Ministerio de la Guerra. En 1935 escribe su producción más importante, el Concierto para violín, pero un nuevo problema vino a complicar su precaria salud. Lo cuenta él mismo, en una carta dirigida a Schönberg:

«... no me encuentro bien... desde hace meses tengo forúnculos, de nuevo ahora, ¡me paso el día en la cama! Todo empezó justo después de terminar el concierto cuando me salió una pequeña herida al picarme un insecto».

Dos semanas más tarde la infección de la herida se transformó en una septicemia y en la Navidad de 1935, Alban Berg fallecía en Viena a los 50 años.

Autores

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Dr. Roberto Pelta Fernández

Médico especialista en Alergología. Servicio de Alergia del Hospital General Universitario Gregorio Marañón, Madrid. Historiador de la Sociedad Española de Alergología e Inmunología Clínica

Índice de preguntas

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Anexos

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Bibliografía

Bibliografía
  • Biot, C., W. Daher, N. Chavain, T. Fandeur, J. Khalife, D. Dive, et al. «Design and synthesis of hydroxyferroquine derivatives with antimalarial and antiviral activities». J Med Chem, 49 (2006): 2.845-2.849.
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