La presencia de hispanos potentes e influyentes en Roma fue continua desde finales de la República (s. I a. C.) hasta el Bajo Imperio (finales s. IV d. C.). La literatura, la filosofía, la oratoria, la moral o la política revistieron cuño hispano gracias a la actividad ejercida por provinciales originarios de Hispania que destacaron y brillaron en la sociedad romana.
Desde el punto de vista histórico, es interesante observar que este fenómeno de signo provincial no concierne solamente a individuos que actúan de forma personal, sino a familias que se instalan en Roma y se mueven en la vida pública y privada con espíritu de clan, en gran parte debido a la influencia que tuvieron en la organización de la sociedad romana las relaciones familiares, clientelares o de amistad. El apoyo que se prestan entre sí, y los nexos creados en el ambiente en que se mueven, fueron factores decisivos para el mantenimiento de aquellos núcleos sociales, culturales y políticos.
Si bien las dotes personales jugaron un papel importante en el funcionamiento como grupos de poder, el hecho de pertenecer a una clase adinerada propició un rápido ascenso social y político, impulsado por la ambición de reforzar el estatus alcanzado y de obtener cargos y magistraturas relevantes.
Este modus operandi tomó un giro tan inesperado como espectacular cuando dos provinciales hispanos acceden al solio imperial. Fue un cambio cualitativo de máximo alcance que no solo repercutió en el prestigio y poder de las familias y de los individuos afectados, sino en el medio provincial; es decir, entre las élites locales que precisamente por aquel régimen de relaciones y clientelas acceden a la proximidad del estricto círculo imperial.
El primer provincial en acceder al Imperio fue un hispanorromano, Trajano, y el último en ejercer el poder imperial unipersonal fue otro hispanorromano: Teodosio.
