Sinopsis
Dentro de esta estructura circular —en la que la mujer, en su papel de madre, jugaba el rol esencial de depositaria del destino colectivo y de responsable de los dictados naturales—, romper esa secuencia, incluso por accidente, se consideraba una tragedia. En esta concepción de la vida en la que la sociabilidad anónima apenas distinguía entre lo privado y lo público, tanto la mujer como el niño formaban parte del gran cuerpo común que servía para garantizar la supervivencia del linaje y de la especie.
Pero al menos desde los inicios del siglo XVI se inicia un proceso que madura a mediados del XVIII, en el que esa conciencia de un ciclo de vida circular da paso gradualmente a una idea más lineal y segmentada de la existencia. Esa mutación cultural, en la que el individuo y lo privado se van abriendo camino, encontró parte de su traducción en una nueva sensibilidad en la que la familia ya no era solo una unidad económica o un lugar de obligaciones y coacciones para sus miembros, sino que tendió a convertirse en un espacio de cariño y de afectividad en el que la naturaleza propia y peculiar de la infancia se hizo visible y se diferenció progresivamente del universo de los adultos.