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La superconductividad es una asombrosa característica que poseen algunos materiales: cuando se enfrían hasta alcanzar una temperatura muy baja (¡alrededor de los –270 °C!), su resistividad eléctrica desaparece, lo que les permite transportar una enorme cantidad de corriente sin disipación de energía. Los cables superconductores llevan grandes corrientes en campos magnéticos altos, posibilitando potentes electroimanes para los grandes aceleradores de partículas, como el LHC de 27 km. Además, los reactores de fusión tokamak para las plantas nucleares de la próxima generación, con menor riesgo e impacto, están basados en enormes imanes superconductores; y algunas plantas piloto están utilizando cables superconductores para la transmisión eléctrica.

Ahora bien, la superconductividad también se está abriendo paso en nuestra vida cotidiana: miles de hospitales y centros de diagnóstico en todo el mundo usan grandes imanes superconductores para las resonancias magnéticas. Estas y otras aplicaciones de vanguardia demuestran que la superconductividad es un vector clave de la innovación tecnológica, a pesar de los retos de la complejidad técnica, los altos costes y el riesgo que la industria y las instituciones deben afrontar.