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¿Fue el Siglo de las Luces también el de la ironía? Algunos lugares comunes sobre la Ilustración parecen animar a una respuesta negativa. Repárese en tres muy frecuentes: la afición por la metáfora de la luz (y por la visión panorámica y exhaustiva de las cosas), el aprecio por el levantamiento de todo velo de ocultación, reserva o ambigüedad y, finalmente, la confianza en que, una vez apartados los obstáculos del oscurantismo, de la superstición y de la ignorancia, hay un camino en línea recta que conduce al encaje natural entre todo cuanto se considera valioso. Lo anterior suena muy poco irónico, pero quien prefiera Diderot a los tópicos sabe, por ejemplo, que la ceguera, la comedia y la digresión son procedimientos mediante los que se ponen de manifiesto, de manera bien irónica, algunos de los fenómenos más importantes de la vida. Y conviene advertir la profunda afinidad entre este rostro irónico del pensamiento de las Luces con lo que seguramente constituye el mejor legado político de la Ilustración: ¿Acaso no es la división de poderes preconizada por Montesquieu otra manera de vindicar el desdoblamiento, el límite y la fragmentación? Quizá al poder le ocurre como a los sentidos, a la personalidad y al relato: que su mejor desempeño es el que divide y se autolimita. He aquí la herencia irónica de la Ilustración, para la que Rousseau no constituye un albacea demasiado fiable (aunque sí lo sea ese lector entusiasta suyo que fue Kant), y que quizá esté todavía sin administrar.